jueves, 9 de junio de 2011

El secreto de Pedro Armendáriz


Por Jorge Etcheverry

La madre de Lou vino de México, era muy bajita, dijo, y eso que él debe andar por el metro noventa. La imagen de Lou inclinado sobre el podio traído de México era todo un símbolo. Comentó en el coloquio que Fox habría tenido problemas para usar el podio. Algunos reímos: montado sobre unas rueditas para su fácil transporte, el podio reacciona desplazándose frente a cualquier aumento de presión, para zozobra del presentador de turno que entonces levanta las manos para garantizar la estabilidad del soporte sobre el que descansan sus páginas. Al fin de la sesión me puse a conversar en la puerta con un señor mexicano. Ahí salió a relucir el nombre de un amigo, con quien hice algunas cosas hace más de veinte años. Sus connacionales en Canadá lo consideran un pionero. Muy involucrado en su comunidad, desempeñó puestos directivos en diversas instituciones antes de mudarse a Montreal. Cuando me contó que el renombrado actor tenía un secreto al que atribuía su éxito, lo tomé como otra de sus historias. Uno nunca sabe si está hablando en serio. Alguna vez amenazó con revelarme el secreto, pero como he escrito cosas que me ha dicho, que juraba que eran ciertas, no le presté mucha atención. La llegada del actor a la industria cinematográfica en realidad fue fortuita. Le llamó la atención a un director mexicano en un restaurante cuando estaba recitando el monólogo de Hamlet. Mi amigo me dijo que el secreto no era una combinación de vitaminas, ni una pócima, ni siquiera el jugo de algún cacto alucinógeno usado por los indígenas. Cuando se lo conté a la Zaira me dijo que era evidente que yo no sabía mucho de Pedro Armendáriz, que no había visto nunca sus películas, que él no hubiera necesitado una fórmula mágica para triunfar. Nica dijo que todas las carreras de las celebridades del celuloide empiezan de manera parecida. Los mexicanos son casi tan nacionalistas como los chilenos, pero creo que tienen más razón (digo yo). El señor con que estaba conversando me habló de la comunidad mexicana en esta capital, de su organización, del cambio demográfico de los últimos veinte años; antes eran casi puras mujeres que se casaban con canadienses, ahora hay parejas jóvenes, bastantes profesionales, mucha gente que trabaja en informática, en gran parte en las firmas bajo el alero del TLCAN. Le dije que había notado el aumento e influencia de la comunidad mexicana. Que yo vivía aquí desde hace más de veinte años y nunca había visto nada parecido. Que rivalidades y diferencias de opinión parecen malograr los logros de nuestras comunidades. Le dije que en una breve visita a México había tenido la impresión de que todo estaba por hacer, había sentido a la vez familiaridad y extrañeza. La sensación de algo subyacente que no podría nombrar. Ya se acercaba la hora de la sesión de la tarde, la gente iba a empezar a llegar al coloquio y ese señor tenía que irse. Me dijo que no era la primera vez que escuchaba a alguien referirse en esos términos a su país, que él estaba seguro de que México ocuparía el lugar que le corresponde en el concierto de las naciones. El secreto consistía en aplicar esa manera especial de los mexicanos de mirar la vida, la muerte, el mundo en general, algo que ciertas luminarias de la cultura y el pensamiento nacionales habían logrado, en especial una figura muy querida del celuloide, cuyo éxito a muchos le había parecido inexplicable, pero entonces su mujer detuvo el auto frente a la puerta del local y él se despidió de mí para montar en el vehículo.

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