martes, 2 de noviembre de 2010

El brazo de Pedro Páramo




EL BRAZO DE PEDRO PARAMO
Por Guillermo Rivera


1. Tengo seis años o tal vez seis y medio. Mi papá lleva corbata nueva y conduce su chevrolet Biscayne sesenta y ocho, sin prisa. Nunca vamos a Valparaíso excepto cuando en la primavera se instala el circo junto al gasómetro.
Mis padres dicen que el sector huele mal, que tiene una especie de belleza demente. Lo cierto es que yo nunca he visto un demente: he visto vagos y huérfanos, pero nunca un demente.
En casa afirman que ellos tienen la facultad para ver el fin de las cosas, el fin de todo.

2. Mi papá detiene el vehículo, se quita el veston y baja a comprar cigarrillos. Luego, lo observo fumar dentro del auto.
Después de subir por el pasaje Quillota y pasar frente a un hospital de tres pisos y puerta giratoria, dobla hacia la derecha para estacionar a mitad de cuadra. Nos dirigimos entonces hacia una puerta de dos hojas color café.
La mujer es alta o me parece alta. Lleva una bata brillosa, el cabello tomado y nos recibe con cordialidad. La niña aparece después, es un par de años mayor que yo y tiene la piel muy blanca.

3. El patio de la casa es rectangular. Hay un parrón, un sendero de gravilla, paños de tierra cubiertos con maceteros y plantas. Cuando nos quedamos solos, la niña busca algo cerca del resumidero y me muestra una perola color marrón.
Es una tortuga hija – dice. Tiene más de ochenta años, pero es sólo una hija. Y luego la hace caminar por el suelo.
En tanto, veo a mi papá conversando detrás del ventanal, moviendo los brazos con confianza, con ligereza, frente a la mesa del comedor. Un par de veces la mujer se levanta, abre la puerta que da al patio y nos ofrece galletas con leche chocolateada.

4. La niña bebe la leche de un sorbo, bebe sin detenerse, haciendo un ruido sordo con la garganta. Después nada más fija la vista, la fija en un punto que está más allá del resumidero y de los árboles, incluso más allá de las paredes de la casa o de las paredes del barrio, estallando como mil pedazos de nada sobre una nada más grande.
Mucho después, cuando hablamos sentados en una banca cerca del resumidero, escucho abrirse la puerta junto al ventanal y nuevamente la voz de mi papá. La señora se acerca y me besa en la frente, mientras la chica esconde sus manos en el delantal.
Antes de cerrar la puerta, mientras nos detenemos en el zaguán, mi papá señala a la chica y me dice:
“Despídete de ella que es, también, tu hermana.”









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