miércoles, 3 de noviembre de 2010

Librería Altazor y nostalgia viñamarina


LIBRERÍA ALTAZOR Y NOSTALGIA VIÑAMARINA
Sergio Madrid Sielfeld


El ambiente literario de los ochenta en Viña del Mar giraba en torno a la librería Altazor. Fue lugar de tránsito, reunión y camaradería. Asimismo, era lugar de eventos públicos y centro operacional para muchas actividades. El caso es que se trataba del punto confluencial de todos los poetas que andaban por la zona: por ahí pasaron Gonzalo Millán, Enrique Lihn, Nicanor Parra, Omar Lara, José Donoso, etc., lanzando libros y revistas, por nombrar tan solo a algunos poetas y escritores que no vivían en la región. Y estos encuentros no carecían a veces de ciertos incidentes propios de la época, como sucedió con Lihn cuando fue censurado en la Sala Viña del Mar, y se hizo una presentación de emergencia en las afueras de la librería Altazor, ubicada en Uno Norte con Avenida Libertad. O como cuando Nicanor Parra lanzó su libro Los Sermones del Cristo del Elqui, y Rodrigo de La Sierra, poeta que por entonces era alférez en la Escuela Militar, lo increpó, defendiendo el régimen militar. Más allá de las anécdotas, sin embargo, la librería era el único referente cultural con cierta presencia pública, y con nivel superlativo. Nunca se trató de un nicho político o ideológico, sino de un espacio libre de creación y conversación, donde podíamos reunirnos a conversar o simplemente a escuchar música. De hecho, en ocasiones se oían discos completos de Jazz o de música popular de la más diversa índole. Yo mismo llevé una vez el long-play (como se decía antes) de Serrat, llamado Cada Loco con su Tema, que acababa de salir al mercado.
Otro aspecto relevante de la librería era el hecho de que vendía libros de poesía y ensayo que difícilmente hubieran podido hallarse en otra librería de la región. Era una librería especializada. Este, por supuesto, es un aspecto relevante porque servía de plataforma para un público lector de alta sesudez, que contribuía a la generación de un ambiente en ese tiempo muy escaso. Era una especie de oasis en el desierto. Junto a ello, estaba la tercera dimensión de la librería, que bien podría presentarse como la carta debajo de la manga: la vocación editorial que estaba en manos de Patricio González, dueño de la librería, asociado a su hermano Marcelo, que se encargaba del aspecto propiamente librero. Notablemente, con el paso de los años, aun con muchas dificultades de vez en vez, la librería no ha cesado hasta hoy en este tipo de actividades, que tanto contribuyeron a la intrahistoria de todos los que por ahí pasamos, y donde ganamos la amistad duradera de muchos. Fue ahí donde hice amistad con personas que se convirtieron para mí en entrañables, como Juan Luís Martínez o Virgilio Rodríguez, como Udo Jacobsen o Sergio Holas, como Juan Luís Moraga o Alex von Bischoffshausen. Para mí, haber conocido a Juan Luís Martínez tuvo un doble significado: por una parte, literario; por otra, personal. Él fue quien me habló de mi padre, hacía ya tantos años en Venezuela. Me preguntó: ¿Eres algo de Sergio Madrid, que vive en Ve-ve-venezuela?. Sí, le dije, es mi padre. Posteriormente supo hablarme de él, a quien conocía como viñamarino que era, de tal manera que pude comprenderle. Y qué decir de Virgilio Rodríguez, con quien todavía trabajo hombro con hombro.
Llegué a la librería Altazor, por primera vez, con mi amigo inseparable de entonces, José Marín, a quien debo mi primera aproximación a Vicente Huidobro. Él conocía a un poeta, a un poeta de verdad, que había publicado un poema en un cuadernillo. Mi curiosidad no podía ser mayor. Hasta ese momento, nosotros nos reuníamos para hablar de poesía, pero nada sabíamos de poetas realmente, éramos unos muchachos de catorce años. Y ese poeta, llamado Udo Jacobsen, resultaba pasar buena parte de su tiempo en la librería Altazor. Es curioso que, de los tres, el único que haya continuado con la poesía, sea yo. La hospitalidad se hizo presente. Y la librería se transformó en mi taller literario, pues tanto Udo, como Sergio Holas, y otros, leían nuestros poemas adolescentes, los comentaban, y aprendíamos mucho. En esa época, yo vivía con mi abuela en la calle ½ Oriente, entre 12 y 13 Norte. Todos los días, en la hora vespertina, caminaba las doce o trece cuadras hasta la librería. En 1988, Patricio González me publicó, bajo el sello Altazor, lo que a la sazón, fue mi primer libro.
Viña del Mar era una ciudad muy hermosa. No existían todavía los altos edificios, en vez de ellos había casas señoriales. No existían los cientos y miles de vehículos, ni los bocinazos. Uno caminaba por una Avenida Libertad silenciosa, casi sin toparse con gente. Se oía el sonido de las hojas de los Plátanos Orientales. La calle Valparaíso en invierno estaba prácticamente vacía. Lo terrible era el verano, porque la ciudad se atestaba de turistas. La ciudad, con el tiempo, quiso parecer un verano permanente, con el sol artificial del mercado y el auge de la construcción al estilo Miami. Y si bien éramos más pobres, y probablemente infelices, en ese tiempo un bolsillo vacío era más digno, lo mismo que una alegría o una tristeza cualquiera. Época en que podíamos reconocernos sin mayores subterfugios.




editor

1 comentario:

  1. Que bonito destacar este Chile, creo que es un comentartio algo tardío a la columna escrita, pero agrada poder leer textos como estas donde se hace referencia al valor cultural de las cosas donde se podía trabajar el ocio desde el nivel más skholé como lo definian los griegos donde se da espacio a la contamplación, meditación y reflexión. Estos espaciso son los que hay que defender y estimular para que más gente se una a una cruzada de defender este Chile lejos de los negocios, las grandes corporaciones y los altos edificios donde todo es más desechable y solo nos mantenimos "distraidos", que buena columna donde uno puede trasladarse a esos momentos de tertulia y reflexión.

    Saludos y felicidades por el escrito.-

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