martes, 2 de noviembre de 2010

Una lectura




UNA LECTURA

Por Guillermo Rivera



1. Llego tarde a la plaza Sotomayor. El bus se ha ido. Llamo por teléfono y el teléfono no responde o no funciona. El otro poeta invitado no está. Pasa el bus y me recoge. Dieron la última vuelta. La encargada desde la pisadera me pregunta el nombre, mi número de rut. Chequea una lista, escribe algo, me indica uno de los asientos.
El bus está lleno. Una pequeña pieza de avión empobrecido, de latas sueltas, deslizándose a ras de suelo por la calle Independencia: con mimos y bailarines, cantores y chinchineros, sonoras y chicas jóvenes, trasnochadas. Descendientes de la noche con tatuajes en los brazos y los hombros.
Observo las calles vacías, los negocios con sus cortinas metálicas cerradas, Aquí, pienso, radicaría una moral. Palabras conocidas por todos en frases conocidas por todos. Sin embargo, no me concentro, dormito. A la altura de Peñuelas saco un libro del maletín y procuro leer. Leo “Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin volverlo insensato.”

2. Al llegar a Cartagena los organizadores del evento dan las instrucciones. Hay tres escenarios en la Avenida Playa Chica y uno en la plaza. Los artistas se reparten, se dispersan. El día de la cultura extiende su mano invisible en una mañana aún fría y luminosa.
En la plaza ya se trabaja en la amplificación y los afiches. Somos cinco poetas, el lugar comienza a llenarse y falta media hora para la lectura.

3. El poeta de Isla Negra es amable, conversador, es parte de la organización del evento. Marcela es del Tabo, es tensa, y ha obtenido un par de segundos premios en concursos de poesía regional. María Antonieta, está sobre los cincuenta años, pertenece a la agrupación de poesía Don Quijote, y ha sido temporera. Adriana es mayor aún, tiene el pelo blanco, y su poesía, dice, surge de lo que ve, de lo que vive.

4. Después de la lectura nos entrevistan de un periódico local. La pregunta es sobre la importancia de estos eventos. No recuerdo bien lo que dije. Hablé de la posibilidad de mirarnos a nosotros mismos desde la provincia, de la posibilidad que esa mirada rompa esa idea de lo pintoresco o lo turístico que turistas precipitados acostumbran mirar. Que no es necesario sobre interpretar nada.

5. Más tarde partiremos al almuerzo en el restauran Bahía. El comedor es amplio, con mesas redondas y vista al mar. Adriana conoce a los hermanos Madariaga, los vamos a saludar y decidimos compartir la mesa con ellos.
La verdad es que los Hermanos son padre e hijo, están vestidos con trajes de huaso y son conocidos payadores de la zona. Mientras almorzamos, el padre habla de la organización del último encuentro de payadores en Placilla, de sus alumnos en la sexta región. Adriana inmediatamente compone un poema y nos nombra a todos en él. Es un poema pícaro. De una viuda pícara. Después hablamos de música popular, de talleres, de décimas e improvisaciones. Entonces pienso en la fe. Pienso en Pablo de Rokha, en la gente con la cual de Rokha decidía compartir.
Cuando terminamos el pollo con arroz –y después de varios brindis- escucho a los hermanos Madariaga definir la poesía oral. Dicen que es una cuestión de vida.
Entonces para mí el tiempo se rompe, aparece el evento de un modo natural, sin ese ruido del lenguaje que se posesiona del espectador en un orden fijo. En tanto pasamos de Pedro Urdemales a Vicente Huidobro, de las adivinanzas a Nicanor Parra, arrasando con los apóstoles de la poesía única basada en un personaje o en un nombre.
6. En media hora más leeremos en una de las terrazas del balneario. Nos presentaremos compartiendo escenario. Entonces aprovecho de salir y dar una vuelta por la calle que bordea la playa. Veo gente pasear en familia, veo juegos de taca taca, vendedores de manzanas y artesanías. Veo dueñas de casa perderse en unos pasajes que conducen a viejas casonas de principios de siglo. Desde un puesto veo perderse la música de Sumo que se extiende hasta las figuras dibujadas de los calendarios y agendas, donde, también, se pierden los rostros de Allende, los banderines de Santiago Wanderers y las muecas de Homero Simson. Mientras el aire hace que yo mismo me pierda en una especie de expectación que sube desde las calles para quedarse ahí.

7. Los poetas leemos en la terraza y los hermanos Madariaga hacen su presentación. El público aplaude y nosotros nos abrazamos.

8. El sol cae y se esconde. Son más de las siete de la tarde y debemos tomar el bus de regreso en el mismo lugar que nos dejó. Observo que, mientras actúa el último grupo musical, las nubes son delgadas y blancas como si una espátula invisible extendiera un decoroso telón sobre Cartagena donde la banca rota de Cartagena no está.
El bus no aparece, me siento en una banca y presto atención a los últimos paseantes de la playa. Al lado mío, acompañado por su familia, un chico con síndrome de Down se mueve con los ojos llenos de asombro.



editor

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