miércoles, 3 de noviembre de 2010

La Ronda de San Miguel



LA RONDA DE SAN MIGUEL
Por Cristián Vila Riquelme




Esta novela de Juan Rivano, (La Ronda de San Miguel; Bravo y Allende Editores, Chile, 2006), enjundiosa, entretenida y llena de perspectivas, nos coloca, de lleno, en lo que él, más de alguna vez, ha llamado “estar entre la lucidez y la impotencia”. Precisamente, las cartas marcadas son varias, los ases no están en una pura manga, el juego mismo es muchos juegos, y nosotros nos encontramos allí, sin poder hacer nada que no sea ser el testigo implacable del que habla Camus, o el testigo impotente del que habla Sábato. Pero, al mismo tiempo, sumergirnos en los lugares tutelares de la infancia (en este caso el río Tutuvén, por ejemplo, que está allí como detonante y punto de apoyo, y que fluye durante todo el transcurso de la novela como la vida misma), en las disquisiciones y esquizofrenias y equívocos de la infancia (¿quién no jugó alguna vez a “esta es la ronda de San Miguel, el que se ríe se va al cuartel”?).
Rivano sabe cómo jugar sus cartas, aunque sean marcadas. Sabe tirarlas en medio de la mesa como una especie de serpiente desplegada; sabe, luego, cortarlas, como si se tratara de una especie de rito pagano en el que se nos va la vida. Sí, porque sus evocaciones de las bellas son siempre paganas, siempre en el río, siempre entre faldas que se mueven con el viento y que dejan adivinar lo que hay debajo (y más allá), siempre reticentes pero dejando entrever que todo podría pasar. El autor aquí se las trae, y con creces. Sus descripciones de las bellas y de los momentos en los cuales el protagonista (él) las divisa, las admira, las desea, forman ya parte de la literatura del deseo (y que debería ser toda la literatura, claro está). Es decir, Rivano, con su novela, quiéralo él o no, está inscrito en esa literatura del deseo de la que ya hablábamos, esto es, una literatura del cuerpo, de la tierra, del tiempo inexistente en tanto pathos o del tiempo como mera exactitud de la inexactitud, de lo que somos como fragmentaridad. Esa esquizofrenia grandiosa de los juegos infantiles los describe Rivano como la vida misma, como si fuese lo único con lo que contamos cuando somos pequeños y, de paso, la esquizofrenia mayor, aquella que nos hace ponernos alertas cuando el Poder nos dice que somos Uno ( la Patria, la Madre, la Familia, el Colegio, los Profesores, el Partido, la Ciudad o el Pueblo), y que, posteriormente, nos revelará aquello que a nadie le gusta saber que es lo que es: no hay nada más allá de esos juegos, nadie está allí para decirnos que el juego se juega así, ninguno de nosotros es mejor que el otro como para decirle que la vida se juega de esta manera o, como dicen los mapuche: yo no soy superior a mi hermano.
Rivano aparentemente narra su infancia, el entorno de su infancia, los mitos y las leyendas de ese entorno, los personajes que poblaron ese entorno. Narra, podría decirse, desde una perspectiva analítica o reflexiva. Cada suceso tiene su enjundia conceptual, nada es, en suma, mera gratuidad sin importancia. Todo tiene su afán. Todo es parte de la construcción de un destino o, como nos diría Heráclito, el carácter es el destino. Porque los contrapuntos que el autor utiliza en esta extraordinaria novela tienen que ver directamente con la consigna heracliteana y su perpetuum movile. Y por eso, pura afirmación y maravillamiento frente al transcurrir de esta vida que somos.
Cristián Vila Riquelme


editor

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