miércoles, 3 de noviembre de 2010

Jazz en Chile y en su poesía


Jazz en Chile y en su poesía
Por Dave Oliphant
(Austin, Texas. Poeta y profesor universitario estadounidense)

Como ha demostrado el musicólogo Álvaro Menanteau, en su destacado libro Historia del Jazz en Chile, hay una larga tradición de esta música en este país de los grandes poetas. Hacia 1926, sólo tres años después de las primeras grabaciones de tales gigantes del jazz norteamericano como King Oliver y Louis Armstrong, el chileno Juan Bohr grabó una canción, I tenía un lunar, en la cual un cornetista toca un coro en el estilo auténtico del jazz. Desde entonces, los chilenos han participado en la creación de esta música que ha capturado los corazones de los oyentes mundiales, y que también ha inspirado a los poetas y prosistas internacionales, casi desde el nacimiento de un arte que se considera el único de origen en el Mundo Nuevo, y como dice Julio Cortázar en su novela Rayuela, “la única música universal del siglo [veinte]”. El último músico que Menanteau menciona en su libro es la saxofonista Melissa Aldana, quien estudia actualmente en la escuela Berklee de Boston. Tuve la suerte de escuchar a Melissa en el año 2006 cuando ella tenía solamente 18 años de edad, y ya en ese tiempo me impresionó como un talento sobresaliente. Entre el año 1926 y 2006, fueron innumerables los músicos chilenos que tocaron el jazz, y el libro de Menanteau incluye un compacto que ofrece 23 grabaciones que cubren 64 de los 80 años de la participación chilena en la formidable historia del jazz.
Con respecto a los escritores chilenos que han sido inspirados por el jazz, no puedo nombrar a los maestros como Huidobro, Mistral, Neruda y Parra, aunque es posible que hayan unos poemas de ellos de que no estoy consciente. Sin embargo, hay varios críticos y poetas que puedo mencionar, entre ellos Hernán Loyola, quien escribió un perspicaz ensayo sobre el jazz, publicado en 1994 en La revista de la Casa de las Américas. El artículo de Loyola lleva el título “El Jazz en Cortázar: La discada del Club de la Serpiente”, y el autor nombra a Nicanor Parra como uno de los escritores de la generación de Cortázar. Incluso, Loyola parece aludir a la antipoesía del chileno cuando cita dos obras del argentino, primero de su La vuelta al día en ochenta mundos y después de Rayuela: “[el saxofonista] Lester [Young] escogía el perfil, casi la ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la materia”; “el orden del poeta se llama antimateria”. Loyola concluye con citar del largo elogio en Rayuela, en el cual el novelista caracteriza al jazz como “una nube sin fronteras” y algo “que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado, les señala que quizá había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor . . . y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa. . . .”
Más recientemente, el joven poeta Sergio Ojeda Barías ha publicado un poema que trata del saxofonista Charlie Parker y “El perseguidor”, el cuento de Cortázar en que ese genio del bebop aparece por medio del protagonista, Johnny Carter. En el cuento los oyentes del jazzista ven a Bruno, el narrador y biógrafo de Johnny (que irónicamente no entiende ni aprecia a su sujeto), como una persona que “se trepara a un altar y tironeara de Cristo para sacarlo de la cruz”. A menudo el músico jazzístico se ve en la literatura como un santo o un redentor, pero en vez de ello, Ojeda Barías enfoca su poema en el tema del tiempo, que es tan importante en la música como en el cuento de Cortázar. De hecho que Loyola también cita de La vuelta al día en ochenta mundos, con respecto a este mismo tema en relación con un compositor-pianista originador del período del llamado hard bop: “. . . ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk”. Además, Loyola sigue con una frase de Cortázar en que se unen estas dos ideas, de los jazzistas como creadores de otro tiempo y como redentores: “quizá en alguna esfera nos redimen”.
Mi amigo José Hosiasson, un aficionado de primera del jazz, ha publicado reseñas y comentarios sobre el jazz en El Mercurio, y también ha contribuido artículos al diccionario Grove del jazz, que es la obra clásica para el estudio de esta música. Un artículo de José, o Pepe, como se le conoce mejor, traza la carrera del gran saxofonista Harry Carney, quien tocó en la orquesta de Duke Ellington casi desde los primeros años hasta la muerte de ese líder extraordinario. Uno de los mejores poemas sobre el jazz por un poeta chileno, de los que yo conozco, es “Fantasía en negro y blanco”, en el libro Apariciones profanas de Oscar Hahn. En este poema, con su título que recuerda “Black and Tan Fantasy”, la composición ellingtoniana del año 1927, el hablante implica el poder curativo del jazz, que es otra perspectiva de la música que es bastante frequente en la literatura. El narrador del poema dice que está tendido en su lecho de enfermo, escuchando a un disco de Duke Ellington, su famoso “Mood Indigo”. El líder ha fallecido y sus músicos lo velan con sus “instrumentos que suenan como voces / y voces que suenan como instrumentos”, que es una observación muy hábil con respecto a una canción como “The Mooche” de 1928, igual que a “Hot and Bothered” del mismo año, citado por Loyola como un ejemplo de “la fabulosa payada” con que se entusiasman los miembros del Club de la Serpiente. De repente el narrador revela que él no había nacido todavía en el año 1930 cuando fue grabado “Mood Indigo”, pero sin embargo puede escuchar la música porque existe la ejecución en el disco. Es decir que la tecnología fue en esa epoca un milagro que hizo posible la preservación de las ejecuciones imprescindibles e irrepetibles de los músicos del jazz. Además, hay otro milagro en el poema de Hahn cuando una “aparición profana” aparece en la forma del Duque, quien se acerca a la cama y pone su mano en la frente del narrador. A mi parecer, la idea acá en Hahn, también tan familiar en la literatura, es que el jazzista puede curar a los enfermos, aunque el líder-compositor es un “fantasma del año 30”.
Del año 1966, tengo un disco que se llama Tijuana Moods, un album que compré en Santiago en ese año y que lleva las notas informativas de Paco Deza sobre el jazz de Charlie Mingus. No conozco ningún poema chileno que mencione a Mingus, aunque puede que haya uno o más. Por lo general, los poemas chilenos sobre el jazz solamente nombran a los músicos, sin decir algo de su música. En el caso de un poema de Sergio Rodríguez Saavedra, su “Retractación autoral”, observa de paso que “esos temas de Miles Davis / . . . sólo una mujer pudo escuchar”. Un poema de Jorge Teillier, su “Armando Rubio Huidobro (1955-1980)”, alude a la música por la frase “All the jazz”, que probablemente debe ser “All That Jazz”. Según el amigo de Teillier, el poeta Francisco Véjar, esta referencia al jazz refleja la importancia profunda que tenía la música para ese poeta “lárico”. El mismo Véjar, en su poema “Apuntes sobre la carátula de un disco de Stan Getz”, revela que el jazz para él es un tesoro, y es como “esa llama que quisiéramos encender / como un profano que retorna a su creencia / y enciende las velas de un oxidado candelabro”. La imagen religiosa del jazz casi siempre resplandece en la poesía de sus discípulos. Sin embargo, hay diferencias de opinión, como hay diferentes religiones. Loyola nota que Ronald, un personaje en Rayuela, opina despectivamente que mientras que Bix Beiderbecke, el cornetista legendario, podía tomar solamente un coro muy breve en cada canción, debido a la tecnología de los años veinte, “un pajarraco como Stan Getz . . . se te planta veinticinco minutos delante del micrófono”.
Menos sagrada es la imagen del jazz, o de la música de un cantante medio jazzístico, en el poema de Mario Meléndez, que se titula “El clan de Sinatra”. En este caso el hablante reclama que los gatos de su vecindad no quieren escuchar su poesía, que ellos prefieren los compactos de Sinatra que los hacen “tararear sus temas”. Un CD en especial “les para los bigotes / y los lanza de cabeza contra los vidrios”, mientras que los poemas del hablante los hacen estirarse, bostezar o conversar entre ellos “en un acto lamentable de ignorancia y sabotaje”. Finalmente, el hablante vuelve “a encender el CD / para que cante Sinatra / y esos gatos se llenen de poesía”.
Un poema de Sergio Mansilla, su “Homeless Jazz”, no habla directamente de la música, sino que sugiere que hay un eslabón entre tal gente sin hogar y el jazz. No entiendo exactamente lo que Mansilla está diciendo, pero a lo mejor el poeta ve en los mendigos algo que se relaciona con los blues del jazz, o algo entre la música y la “temblorosa vida” de los sin hogares que “como niños que al hablar / lo hacen en una media lengua de borrachos”. No creo que el poema sea una crítica del jazz, sino un comentario sobre los mendigos y el jazz que no se aprecian como debieran. Me parece más claro el punto de vista, vis à vis al jazz, en el poema de Mansilla que se llama “El monstruo carmesí”. Aquí el narrador refiere a “un jazz lejano como el fuego” (la imagen del fuego un constante símbolo de la pasión por la vida y la compasión en esta música) y dice que “es lo único que alegra / a las muchachas abandonadas después del último coito”. Si entiendo correctamente el sentido en este poema de Mansilla, el jazz representa, como lo hace frecuentemente, un recurso de consolación.
Un poema chileno sobre el jazz que intenta una definición bastante compleja de la música es “Latín y jazz” de Gonzalo Rojas. En este caso el poeta compara o contrasta el idioma clásico (y el imperio romano que el lenguaje representa) con la música del trompetista Louis Armstrong (y el destino de su raza que él simboliza). La comparación/contraste envuelve las distintas historias de los dos sujetos: el reino de Roma y la esclavitud de los africanos, representados por las palabras “opulencia” y “látigos” y las frases “el ocio” y “el golpe amargo”. Además, el poema desarrolla una analogía entre el Latín y el jazz por las frases “el frenesí / y el infortunio de los imperios” y “el éxtasis antes del derrumbe, Armstrong”. El hablante está simultáneamente leyendo a Catulo y escuchando a Armstrong, y le parece que de su silla salen olas “de arterias y de pétalos” de “la improvisación del cielo” donde “vuelan los ángeles / en el latín augusto de Roma con las trompetas libérrimas, lentísimas, / en un acorde ya sin tiempo”. A pesar de sugerir lo eterno de los versos de Catulo y las notas de Armstrong, el narrador reconoce que las historias y los artes de ambos encarnan el “vaticinio” y el “estertor”, y que el “resplandor” de Roma y el “éxtasis” que es el jazz terminan en el “derrumbe”.
La equivalencia que Gonzalo Rojas propone entre estos dos mundos de tiempos tan distantes y distintos ofrece una interpretación del significado del jazz que es menos optimista que en otra poesía dedicada a tal música y sus músicos. No obstante, el poema presenta un punto de vista quizás más realista en vez de demasiado idealizado. En verdad, cualquier éxtasis tiene su colapso inevitable. Sin embargo, uno siempre quiere, como dice Francisco Véjar, encender esa llama, retornar a la creencia y renovar la experiencia extasiada de la poesía e igualmente de la música del jazz.



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