jueves, 4 de noviembre de 2010

SOBRE BALLENAS Y UN LIBRO


SOBRE BALLENAS Y UN LIBRO
Escribe Carlos Amador Marchant


No fue ayer sino hoy que caminé por la orilla del océano, por encima de roquedales, entremedio de algas. La idea era clara y sencilla: en la mente retornar a la vida a las miles de ballenas “asesinadas” por la mano del hombre.
Esto, además, porque me encontré en mi desordenada biblioteca con un libro editado hace bastante tiempo (1992) por la Colección Centenario. Se trata de “Mundo del fin del mundo”, del chileno Luis Sepúlveda (1949).
En el prólogo de esta obra, el Premio Nacional de Literatura Francisco Coloane expone que la misma “involucra seriedad y bello tratamiento del problema ecológico y preservación del medio ambiente, más ahora que los países se reúnen para ponerse de acuerdo en un Tratado Antártico que proteja la naturaleza de esa zona del mundo, prohibiendo las prospecciones mineras durante cincuenta años”.
El libro en cuestión fue escrito por Sepúlveda en 1989 y es el cuarto texto que editaba por la época este chileno que hoy por hoy es catalogado como uno de los excelentes narradores de habla castellana.
Impacta en esta obra el amplio conocimiento del autor sobre los mares australes, la descripción y el detalle de aquellos parajes inhóspitos y la cruda realidad que en estos días se sigue viviendo sobre el exterminio sistemático de la ballena.
Sepúlveda, al mismo tiempo, militó en Greenpeace en la década del 80, lo que le valió participar en varias campañas en favor de esta especie.
El autor en este trabajo deja en evidencia las maniobras de buques que desobedecen las leyes marítimas y la forma más cruel y estilos de avasallar a estos cetáceos. Pero no sólo esto, también trae al presente un pasado tétrico, graficando la diabólica mano de extranjeros que poblaron las zonas australes, aquellos colonos que mataron a mansalva de ser condenados, a onas, yaganes, alacalufes.
Pensando precisamente en el tema de las ballenas, salí un fin de semana a la localidad de Quintay en la Quinta Región de Chile. La idea era estar parado en los cimientos, ahora transformados en museo, de la ballenera que existió allí hasta el año 1967.
Se trata de un museo en ciernes y que es visitado por turistas que quieren saber un poco más de esa historia triste en el camino de los hombres.
La ballenera de Quintay fue construida por la empresa Indus en 1947 y viene siendo una de las más grandes que operó a lo largo del territorio. Se trató de un trabajo minucioso y riguroso en donde participaron mineros de la localidad de Los Andes en el relleno y la unificación de algunos islotes. Después de cerrar sus puertas, en el año 1967, una vez que Chile firma el tratado que prohibía el exterminio del cetáceo, tras 43 años, aún podemos ver las manchas de sangre en las rocas, sangre ahora transformada en cúmulos negros que quedarán eternos.
Pues bien, este libro de Luis Sepúlveda, me indujo, me provocó, por su temática, el deseo de caminar por todos los rincones de esa ballenera, por aquellas construcciones de cemento duro donde circulaban más de 700 hombres en diversas jornadas, y que permitía que ésta no apagara sus luces durante las 24 horas del día.
Caminé por las bodegas amplias e imaginé aquellas escenas desgarradoras por donde circulaba la sangre como río. Está todo intacto, sólo que un poco más allá comienzan a instalarse otras dependencias para asuntos de investigaciones. Cuentan quienes vivieron la época, quienes trabajaron en esas faenas, que el olor en Quintay era nauseabundo, inaguantable, producto de las ballenas que flotaban en la rada esperando ser ingresadas para el proceso de descuartizamiento.
Frente a este mismo reducto navegaban por ese entonces alrededor de ocho embarcaciones que perseguían y ubicaban a estos mamíferos hasta atraparlos. Usaban arpones unidos a cañones. Cuando el arpón se introducía en el cuerpo del cetáceo, reventaba una especie de granada que lo mataba instantáneamente.
Cada uno de estos barcos tenía autorización para cazar 16 ballenas diarias, alcanzando en los mejores tiempos, una cantidad de 30 especies capturadas y faenadas. El modo de matarlas era impresionante y a la vez escalofriante.
Cuando el cetáceo estaba muerto, mediante tubos le inyectaban aire comprimido para que lograra flotar en las aguas hasta ser transportado al vergonzoso reducto de la sangre.
Llegaban a ser tantas las especies muertas que flotaban en el mar, que el hedor se impregnaba en todos los rincones de la bahía. Esto mismo me recuerda al Iquique de la década del 60, con la putrefacción impregnada en los ropajes las 24 horas del día, donde las mujeres, incluso, no podían sentirse mujeres por la hediondez a pescados descompuestos, producto de las industrias de ese rubro.
La caleta de pescadores de Quintay no creció mucho mientras se explotaba este producto, puesto que la mano de obra escasamente llegó a sus moradores.
Muy por el contrario, la mano del hombre, la depredación y la inconsciencia, estuvo a punto de exterminar el recurso ballena. Hoy, mediante tratados internacionales se busca recuperar la especie. Pero es una tarea larga, debido a que los residuos industriales que llegan al mar disminuyen su fertilidad.
De acuerdo a algunas investigaciones, el producto ballena del cual se podía hacer una serie de derivados, ha sido sustituido por un arbusto proveniente de México.
Al paso del tiempo, por otra parte, desde hace unos ocho años, tímidamente comienzan a verse parejas de ballenas por las costas de Quintay.
Miran desde lejos. Observan, parecen observar el reducto de los lamentos, como recordando lo que vivieron sus antecesoras.
Es todo ahora un panorama distinto. Hay un mar limpio. Pero quedan los recuerdos.
Y precisamente el libro de Luis Sepúlveda, hizo ponernos en alerta para que estas atrocidades no sigan ocurriendo en las costas del mundo.



editor

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