lunes, 2 de mayo de 2011

El poeta y los cañones


El poeta y los cañones
Gustavo Adolfo Bécquer y el bombardeo de Valparaíso
Por: Ernesto Guajardo

De niños nos hicieron leer los dulzones versos de la rima XXI: “¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía... ¡eres tú!”. Ya jóvenes nos sonreímos con la versión de Redolés para la rima XXIII, aquella de “por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo…”. Sí, Bécquer está entre nosotros, aunque no lo deseemos. Eso de volverán las oscuras golondrinas anida en el baúl de los recuerdos inútiles.
Poeta romántico nos dijeron, pero romántico conservador, e imperialista, como veremos. Escritor y censor, un oxímoron en sí mismo.
En 1866 el poeta se gana la vida en El Museo Universal, es redactor de actualidad y de las partes no firmadas del medio, esto implica comentar grabados, redactar sueltos, seleccionar colaboraciones… Rutinario trabajo para una sensibilidad tan vasta. Así, una guerra puede ser una buena noticia.
Bécquer se interesa vivamente por la cuestión del Pacífico. Sobre todo porque ella se inicia mal: con la captura de la Covadonga por Manuel Blanco Encalada y el posterior suicidio del jefe de la escuadra española. Para el poeta, ahora comentarista internacional, la acción realizada es una pequeña victoria, alevosa, por lo demás. No cabe sino la unidad de toda España: “La unanimidad de opinión que se observa en todos los partidos respecto a la conducta que ha de observarse con Chile para vengar a las armas españolas y el sentimiento íntimo de nuestra superioridad sobre un país que sólo por medio de la alevosía ha podido conseguir un pequeño fácil triunfo, afirman en nuestro ánimo el convencimiento de que por nuestra parte ha de tener la cuestión un desenlace honroso”. Por cierto, la recuperación de la honra, en esas condiciones, no se logra con diplomacia: “el día que sepamos que la escuadra española ha bombardeado a Valparaíso, ha echado a pique la Esmeralda y rescatado la Covadonga, ha lavado, en fin, en sangre el agravio que nos han inferido, nos limitaremos a leer la noticia en el periódico oficial o en la Correspondencia, diciendo: Cuestión concluida...”.
La pluma y la pólvora. En abril de 1866 el poeta celebra la noticia: “el acto de energía que hoy aplaudimos todos, llevado a efecto hace algunos meses hubiera dado a estas fechas resultados tanto más ventajosos que los que han de tocarse a consecuencia del bombardeo de Valparaíso. Sin embargo, más vale tarde que nunca”.
Dado el paso, solo cabe avanzar, sin dudas: “A los que tratan de suponer que se oponen grandes obstáculos a la prosecución de los planes del jefe de nuestra escuadra del Pacífico responde el señor Méndez Núñez arrasando uno tras otro todos los puertos importantes del litoral chileno para concluir su triunfal expedición, posesionándose de las islas Chinchas. A los que se empeñan en reducir la importancia del desastre de nuestros contrarios responderán los humeantes escombros de las fortificaciones y los edificios públicos de Valparaíso.
El golpe ha sido acaso tardío, pero cierto; según las noticias recibidas, se evalúa en veinte millones de pesos la pérdida material que han ocasionado nuestros proyectiles. Las fortificaciones han venido al suelo, la aduana se ha desplomado, vastos almacenes han sido presa de las llamas”.
Concluye esta descripción realizando un ejercicio que va más allá del lema de nuestro escudo nacional; aquí el poeta identifica razón y fuerza: “A la luz de los fuertes incendiados de Valparaíso, las potencias neutrales han visto, al fin, las cosas más claras, y si seguimos aportando al debate razones del calibre de las bombas arrojadas a la ciudad enemiga, hasta los mismos chilenos y peruanos acabarán por conceder que tenemos sobrada razón”. No estaba solo en la empresa, en pleno frente de batalla, Antequera, llamado El Botafuego, aconsejaba al almirante Casto Secundino Méndez Núñez: “–No debemos dar plazo para bombardear. Nuestros cañones han de ser una amenaza sorpresiva y constante”, insistía.
Esos cañonazos son la expresión de una idea, y Bécquer lo sabe: “Es tal el desorden que reina en aquellos países, tal la paralización de la industria, ya de por sí escasa, las pérdidas del comercio y el abatimiento de los ánimos, que no sería de extrañar que al volver nuestros buques a comenzar la segunda parte de la guerra un movimiento insurreccional preparado por las clases conservadoras e ilustradas derrocase el actual orden de cosas, creando un Gobierno favorable al arreglo de la paz con honrosas condiciones... El partido de los que creen más razonable transigir que sostener una lucha imposible saldrá poco a poco del retraimiento a que le condena la presión de las turbas fascinadas con el simulacro de triunfo que representan sus gobernantes...”. En la misma dirección apunta el capellán José López Andrade, a cargo de un cañón en la Resolución, buscando el templo de los jesuitas. “A ver si les vacío esos meollos contaminados por las herejías de Voltaire”, afirma.
Se equivoca Joaquín Edwards Bello cuando afirma que había en Méndez Núñez algo de poeta, un terrible poeta, señala, precisando: “Dios nos libre de los poetas con cañones”. Los cañones estaban frente a Valparaíso; el poeta se hallaba en Madrid, frente a su hoja en blanco, esperando con ansias los nuevos incendios.

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